17 octubre, 2012

La Argentina y las banderas del colectivismo

La Argentina y las banderas del colectivismo

Por Antonella S. Marty
La Argentina se predispone a convertirse en otro país de la región sometido a un régimen de carácter populista. Un sitio en donde todo ámbito sigue formando parte del tan famoso y a la vez nocivo “peronismo” y carente, en la práctica, de división de poderes. La inseguridad también se ha vuelto protagonismo, la calidad institucional se ha vuelto paupérrima y las inversiones extranjeras –motor del crecimiento económico en una gran mayoría de países- son rechazadas y ahuyentadas por las millones de trabas que a diario manufactura e impone el Gobierno Nacional. 

A pesar de todas estas señales -que advierten una catástrofe para la economía y para la situación institucional del país, situaciones que encuentran su origen en la debacle generada por el “modelo”-, llama la atención que la lección no termine de aprenderse. El cambio se basa, fundamentalmente, en abandonar la mentalidad que reza que el Estado debe proveer y que exhibe como tarea principal la de cumplir un rol de ente generoso y asistencialista. El Estado Nacional ya no se encuentra en condiciones comprobables de generar riqueza, simplemente porque no es tarea que le compete, y porque este objetivo tampoco se encuentra en su naturaleza. Esa faena le compete al individuo y a las empresas, aún cuando éstas se encuentren oprimidas por regulaciones y la desincentivación causadas por políticas de corte estatista.
Las soluciones para esta grave problemática pasan por el libre mercado, que viene de la mano de la no planificación estatal. Los precios, como es sabido, son señales que indican en dónde invertir y dónde no hacerlo. Toda vez que el Estado interviene en la economía, estas señales se tergiversan, creándose una distorsión que afecta a todos los rubros de la economía y el inversor termina perdiendo el rumbo. Ciertamente no es deseable que el mercado sea controlado por burócratas empecinados en determinar las necesidades de millones de individuos, y con discrecionalidad para que ordene dónde invertir o qué tipo de divisa comprar. De esta forma, fomentando el libre comercio, podrán cosecharse beneficios tanto para consumidores como para productores, removiendo los privilegios de ciertos sectores allegados al poder. Por ende, se vuelve importante considerar el siguiente dato: cada uno de nosotros representa al mercado. Cada individuo, interactuando y cooperando voluntariamente, forma parte de él y le da forma.
Por otra parte, el concepto del respeto a la propiedad privada vuelve a cobrar valor. La anulación de este derecho fundamental quizás sea mucho más visible en países como Venezuela o Cuba, en donde el estado invierte tiempo en expropiar empresas y hogares sin motivo ni justificación válida. Se propicia el famoso “exprópiese” de corte chavista, eliminando la motivación y el incentivo de la ciudadanía. Iniciativa que solo tiene como destino al fracaso. Cuando el individuo es privado de todo aquello que consiguió con su propio trabajo y esfuerzo, pierde -inevitablemente- el interés. Pero también pierde libertad y, en este contexto, el Estado se entromete excesivamente, por la vía de la aplicación de una amplia cantidad de impuestos con los que fuerza al contribuyente a sostener un sistema ineficiente que beneficia solo a los burócratas del gobierno. Este sistema, eventualmente, llega a su quiebra.
Acaso el fragmento que sigue bajo estas líneas ayude a comprender la atrocidad y la ineficiencia de los planes gubernamentales que exterminan el individualismo, convirtiendo a las personas en un simple engranaje en su comunidad. Es dable considerar que el ser humano sobrevive gracias a su propio pensamiento y su propia razón. A lo largo de la historia, se ha querido imponer la idea de que existe un llamado “pensamiento colectivo” o un “bien común”. Conceptos que derivan en abstracciones pero que con frecuencia son empleados por liderazgos totalitarios para levantar banderas en nombre de su propio crecimiento. Aplastando al individuo y reduciéndolo a su mínima expresión. Aquí reside la clave: en el individuo y en su trascendencia.
A continuación, exponemos un fragmento de la novela de Ayn Rand, intitulada “La Rebelión de Atlas". El párrafo se adscribe al capítulo "De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades”. Servirá para comprender la naturaleza de la planificación social desde un nivel menor:
[…] En la fábrica donde trabajé veinte años, ocurrió algo extraño. Fue cuando el viejo murió y se hicieron cargo sus herederos. Eran tres: dos hijos y una hija que pusieron en práctica un nuevo plan para dirigir la empresa. Nos dejaron votar y todo el mundo lo hizo favorablemente porque no sabíamos en realidad de qué se trataba. Creíamos que ese plan era bueno. Consistía en que cada empleado en esa fábrica trabajaría según su habilidad o destreza, y sería recompensado de acuerdo a sus necesidades. […] ¿Quiere que le cuente lo que sucedió después y en qué clase de seres nos fuimos convirtiendo, los que alguna vez habíamos sido seres humanos? Empezamos a ocultar nuestras capacidades y conocimientos, a trabajar con lentitud y a procurar no hacer las cosas con más rapidez o mejor que un compañero. ¿Cómo actuar de otro modo, cuando sabíamos que rendir al máximo para ‘la familia’ no significaba que fueran a darnos las gracias ni a recompensarnos, sino que nos castigarían? Sabíamos que si un sinvergüenza arruinaba un grupo de motores, originando gastos a la compañía, ya fuese por descuido o por incompetencia, seríamos nosotros los que pagaríamos esos gastos con horas extra y trabajando hasta los domingos. Por eso, nos esforzamos en no sobresalir en ningún aspecto.
"¿Qué era eso que siempre nos habían dicho acerca de la competencia descarnada del sistema de ganancias, donde los hombres debían competir por ver quién realizaba mejor trabajo que sus colegas? Cruel, ¿no es así? Deberían haber visto lo que ocurría cuando todos competíamos por realizar el trabajo lo peor posible. No existe medio más seguro para destruir a un hombre que ponerlo en una situación en la que no sólo desee no mejorar, sino que, además, día tras día se esfuerza en cumplir peor sus obligaciones. Dicho sistema acaba con él mucho antes que la bebida o el ocio, o el vivir haciendo malabares para tener una existencia digna. Pero no podíamos hacer otra cosa, estábamos condenados a la impotencia. La acusación que más temíamos era la de resultar sospechosos de capacidad o diligencia. La habilidad era como una hipoteca insalvable sobre uno mismo. ¿Para qué teníamos que trabajar? Sabíamos que el salario básico se nos entregaría del mismo modo, trabajáramos o no, recibiríamos la ‘asignación para casa y comida’, como se la llamaba y, más allá de eso, no había chances de recibir nada, sin importar el esfuerzo. No podíamos planear la compra de un traje nuevo para el año siguiente porque quizá nos entregarían una ‘asignación para vestimenta’, o quizá no. Dependía de si alguien no se rompía una pierna, necesitaba una operación o traía al mundo más niños, y si no había dinero suficiente para adquirir ropas nuevas para todos, no lo habría para nadie. […] Cuando todos los placeres decentes quedan prohibidos, existen siempre medios para llegar a los vicios. […] La producción de niños fue la única que no disminuyó, sino que, por el contrario, se hizo cada vez mayor. La gente no tenía otra cosa que hacer y, por otra parte, no tenían por qué preocuparse, ya que los niños no eran una carga para ellos, sino para ‘la familia’. En realidad, la mejor posibilidad para obtener un respiro durante algún tiempo, era una ‘asignación infantil’, o una enfermedad grave.
Los honestos pagaban, mientras los deshonestos cobraban. El honesto perdía y el deshonesto ganaba. […] Empezamos a espiarnos unos a otros, con la esperanza de sorprendernos en alguna mentira acerca de nuestras necesidades y disminuir las asignaciones en la próxima reunión. Y empezamos a servirnos de espías, que informaban acerca de los demás, revelando, por ejemplo, si alguien había comido pavo el domingo, posiblemente pagado con el producto de apuestas. Empezamos a meternos en las vidas ajenas, provocamos peleas familiares para lograr la expulsión de algún intruso.[…] "¿Qué motivo había para que se predicara esta clase de horror? ¿Sacó alguien algún provecho de todo esto? Sí, los herederos de Starnes. No vaya usted a contestarme que sacrificaron una fortuna y que nos entregaron la fábrica como regalo, porque también en esto nos engañaron. Es verdad que entregaron la fábrica, pero los beneficios, señora, dependen de aquello que se quiere conseguir. Y no había dinero en el mundo que pudiese comprar lo que los herederos de Starnes buscaban, porque el dinero es demasiado limpio e inocente para tal cosa.
Gerald tenía tres automóviles, cuatro secretarias y cinco teléfonos, y solía organizar fiestas con champagne y caviar, que ningún gran magnate que pagara impuestos en el país podía permitirse. Gastó más dinero en un año que el que ganó su padre en los dos últimos de su vida. […] Gerald Starnes se exhibe de ese modo y declara, una y otra vez, que no le preocupa la riqueza material y que sólo sirve a ‘la familia’, que todos aquellos lujos no son para él sino en beneficio del bien común, porque es preciso mantener el prestigio de la firma y del noble plan de la misma... Entonces es cuando uno aprende a aborrecer a esos seres como nunca se ha aborrecido a ningún ser humano. […] Ahora comprendo que no obraron así por error, porque errores de este tamaño no se cometen nunca inocentemente. Cuando alguien se hunde en alguna forma de locura, imposible de llevar a la práctica con buenos resultados sin que exista, además, razón que la explique; es porque tiene motivos que no quiere revelar. […] Los mejores de entre nosotros abandonaron la fábrica en la primera semana del plan. Así perdimos a los mejores ingenieros, supervisores, capataces y obreros especializados.
Nuestras asignaciones fueron perdiendo valor a medida que aumentaba el costo de vida. En la empresa, la lista de los necesitados se fue estirando, al tiempo que la de sus clientes se acortaba. Cada vez era menor la riqueza a dividir entre más y más gente. […] Pero cuando nuestros clientes empezaron a notar que nunca lográbamos entregar un pedido a tiempo, y que siempre había algún defecto en los que entregábamos, el mágico emblema empezó a operar en sentido inverso: la gente no aceptaba un motor marca Twentieth Century ni regalado. […] "Por aquel entonces, una ciudad fue testigo de lo que generaciones de profesores pretendieron no observar. ¿Qué beneficios podría reportar nuestra necesidad a una central eléctrica, por ejemplo, si sus generadores se paraban a causa de un defecto en nuestros motores? ¿Qué beneficio reportaría a un hombre tendido en una camilla de operaciones, si, de pronto, se le cortara la luz? ¿Qué bien haría a los pasajeros de un avión si el motor fallaba en pleno vuelo? Y si adquirían nuestros productos no por su calidad sino por nuestra necesidad, ¿la acción moral del propietario de la central eléctrica, del cirujano y del fabricante del avión sería buena, justa y noble?
Trabajar con un cheque en blanco, en poder de cada criatura nacida, hombres a los que nunca vería, cuyas necesidades no conocería, cuya laboriosidad, pereza o mala fe nunca podría llegar a aprender o cuestionar. ¿Es ésta la ley moral a aceptar? ¿Es éste un ideal moral? […] "Lo intentamos y aprendimos la lección. Nuestra agonía duró cuatro años, desde la primera reunión hasta la última, y todo terminó del único modo que podía terminar: en la quiebra. […]

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