30 agosto, 2012

El derecho a ignorar al Estado: La ley de igual libertad según Herbert Spencer

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El derecho a ignorar al Estado (del ensayo Social Statics). Escrito por Herbert Spencer, traducido por Editorial Innisfree.

 1. El derecho a la ilegalidad voluntaria[1]

Como corolario a la proposición según la cual todas las instituciones deben subordinarse a la ley de igual libertad, no podemos sino admitir el derecho del ciudadano a adoptar una condición de ilegalidad voluntaria. Si todo hombre es libre de hacer cuanto desee, siempre que no vulnere la igual libertad de cualquier otro hombre, entonces es libre de desvincularse del Estado: de renunciar a su protección y de negarse a pagar para sostenerlo. Es evidente que al conducirse así no infringe la libertad de otros, puesto que su postura es pasiva y, en tanto pasiva, no puede hacer de él un agresor. Es igualmente evidente que no se le puede obligar a permanecer vinculado a una asociación política sin violar la ley moral, dado que la ciudadanía implica el pago de impuestos, y tomar la propiedad de un hombre contra su voluntad es una vulneración de sus derechos (ver pág. 134[2]). Dado que el gobierno no es más que un agente empleado en común por una cierta cantidad de individuos para que les proporcione determinadas prestaciones, la misma naturaleza del vínculo implica que cada cual debe decidir si hará uso de tal agente o no. Si cualquiera de ellos decide ignorar esta confederación de seguridad mutua, nada puede decirse salvo que pierde todo derecho a exigir sus servicios y se expone al riesgo de sufrir daño; algo que es muy libre de hacer si lo desea. No se le puede obligar a tomar parte en una agrupación política sin violar la ley de igual libertad; él puede retirarse de ella sin cometer una violación semejante y, por tanto, tiene derecho a tal retirada.

2. La inmoralidad del Estado

“Ninguna ley tiene valor alguno si contradice la ley de la naturaleza; y las que son válidas derivan toda su fuerza y autoridad de forma directa o indirecta de tal ley original”. Esto escribía Blackstone[3], a quien deben reconocerse todos los honores por haberse adelantado hasta tal punto con respecto a las ideas de su tiempo; y, de hecho, podríamos decir que también con respecto a las del nuestro. Un buen antídoto, este, contra las supersticiones políticas que prevalecen tan extendidamente. Un buen contrapeso para ese sentimiento de veneración del poder que todavía nos induce a error magnificando las prerrogativas de los gobiernos constitucionales como una vez lo hizo con las de los reyes. Los hombres deben saber que un Parlamento no es “nuestro Dios sobre la tierra” aunque, en vista de la autoridad que le atribuyen, y de las cosas que esperan de él, parecería que así lo creen. Más bien deben saber que es una institución al servicio de un objetivo puramente temporal, cuyo poder, cuando no es robado, en el mejor de los casos se le ha prestado.
No, verdaderamente, ¿acaso no hemos visto (pág. 13[4]) que el gobierno es esencialmente inmoral? ¿Acaso no ha sido engendrado por el mal y evidencia por doquier los rasgos de su parentesco? ¿Acaso no existe porque el crimen existe? ¿No es fuerte o, como decimos, despótico cuando el crimen abunda? ¿No hay mayor libertad, es decir, menos gobierno, a medida que el crimen disminuye? ¿Y no debe cesar el gobierno cuando cesa el crimen, por pura ausencia de sujetos sobre los que desempeñar su función? El poder autoritario no solo existe a causa del mal, sino que existe a través del mal. Se hace uso de la violencia para mantenerlo, y toda violencia conlleva criminalidad. Soldados, policías y verdugos; espadas, porras y grilletes son instrumentos para infligir dolor; y toda imposición de dolor es mala en esencia. El Estado emplea armas del mal para domeñar el mal, y también se contamina de los objetos con los que lidia, y de los medios de que se vale. La moral no puede reconocerlo, pues la moral, siendo simplemente una afirmación de ley perfecta, no puede tolerar nada que brote de, o viva a base de violaciones de dicha ley (cap. 1[5]). De ahí que la autoridad legislativa nunca pueda ser ética: debe ser siempre meramente convencional.
Por tanto, hay una cierta contradicción en el intento de determinar la posición, estructura y conducta correctas de un gobierno apelando a los primeros principios de la rectitud. Pues, como se acaba de señalar, los actos de una institución que es imperfecta tanto en su naturaleza como en su origen no pueden ajustarse a la ley perfecta. Lo único que podemos hacer es determinar, en primer lugar, cuál es la posición que debe adoptar una asamblea legislativa con respecto a la comunidad para evitar erigirse, por su propia existencia, en un mal encarnado; en segundo lugar, de qué modo debe constituirse para mostrar la menor incongruencia posible con la ley moral; y en tercer lugar, a qué esfera deben restringirse sus acciones para evitar que se multipliquen las injusticias para cuya prevención se ha establecido.
La primera condición que debe cumplirse antes de que un cuerpo legislativo se pueda establecer sin violar la ley de igual libertad es el reconocimiento del derecho que aquí se trata: el derecho a ignorar al Estado[6].

3. El pueblo como fuente del poder

Los defensores del despotismo puro bien pueden tener el control del Estado por ilimitado e incondicional. Quienes afirman que son los hombres quienes están hechos para los gobiernos y no los gobiernos los que están hechos para los hombres, pueden sostener con coherencia que nadie debe aventurarse más allá de los límites de la organización política. Pero quienes entienden que el pueblo es la única fuente legítima de poder (que la autoridad legislativa no es originaria, sino que ha sido encomendada) no pueden negar el derecho a ignorar al Estado sin enredarse en un absurdo.
Pues si la autoridad legislativa ha sido encomendada, se sigue que aquellos de quienes procede son los amos de estos a quienes se les confiere; más aún, que como amos confieren voluntariamente dicha autoridad, y esto implica que pueden otorgarla o retirarla como les plazca. No tiene sentido decir que los hombres encomiendan una autoridad que se les arranca tanto si quieren como si no. Pero lo que es cierto cuando se afirma de todos colectivamente es igualmente cierto para cada uno por separado. Así como el gobierno solo puede actuar legítimamente para el pueblo cuando éste le otorga el poder, tampoco puede actuar legítimamente para el individuo salvo cuando éste le otorga el poder. Si A, B y C discuten si deben emplear a un agente para que les rinda cierto servicio, y mientras A y B acuerdan hacerlo, C discrepa, en justicia no se puede obligar a C a participar en el acuerdo a pesar de sí mismo. Y esto es tan cierto de treinta como lo es de tres; y si lo es de treinta, ¿por qué no de trescientos, o de tres mil, o de tres millones?

4. La subordinación de la autoridad del gobierno

De las supersticiones políticas anteriormente aludidas, ninguna está tan universalmente extendida como la de que las mayorías son omnipotentes. Considerando que el mantenimiento del orden siempre exigirá que un partido ostente el poder, el sentido moral de nuestro tiempo estima que dicho poder no se puede otorgar legítimamente a nadie más que a la mayor porción de la sociedad. Interpreta de forma literal el dicho según el cual “la voz del pueblo es la voz de Dios” y, transfiriendo a uno la cualidad sagrada implícita al otro, concluye que la voluntad del pueblo, esto es, la de la mayoría, es inapelable. Sin embargo, esta creencia es totalmente errónea.
Supongamos en beneficio de la argumentación que, asolado por algún brote de pánico malthusiano, un parlamento en debida representación de la opinión pública promulgase que se debe ahogar a todos los niños nacidos durante los próximos diez años. ¿Piensa alguien que dicha promulgación sería justificable? Si no lo es, evidentemente hay un límite al poder de la mayoría. Supongamos, de nuevo, que, de dos razas que conviven (celtas y sajones, por ejemplo), la más numerosa decidiera convertir a los miembros de la otra en sus esclavos. ¿Sería válida en tal caso la autoridad del mayor número? Si no lo es, hay algo a lo que su autoridad debe subordinarse. Supongamos, una vez más, que todos los hombres con ingresos inferiores a las cincuenta libras anuales determinasen reducir a su propio nivel todos los ingresos superiores a dicha cantidad y apropiarse del dinero restante para fines públicos. ¿Podría justificarse su decisión? Si no, debe admitirse por tercera vez que hay una ley a la que la voz popular debe plegarse. ¿Cuál es, entonces, esa ley sino la ley de la equidad pura, la ley de igual libertad? Estas restricciones que todos pondrían a la voluntad de la mayoría son exactamente las restricciones que establece dicha ley. Negamos el derecho de una mayoría a asesinar, esclavizar o robar simplemente porque el asesinato, la esclavitud y el robo son transgresiones de dicha ley; transgresiones demasiado flagrantes para pasarlas por alto. Pero si las grandes transgresiones son malas, también lo son las más pequeñas. Si la voluntad de los muchos no puede suplantar el primer principio de la moral en estos casos, tampoco puede hacerlo en ninguno. De modo que, por insignificante que sea la minoría, y por trivial que sea la transgresión de sus derechos que se proponga, ninguna transgresión de tal tipo puede permitirse.
Cuando hayamos hecho nuestra constitución puramente democrática, piensa para sí el reformista más ferviente, habremos armonizado el gobierno con la justicia absoluta. Tal credo, aunque quizá necesario en esta época, está sumamente equivocado. No hay proceso que pueda hacer equitativa la coacción. La forma más libre de gobierno es solo la menos censurable. Al gobierno de los muchos por los pocos lo llamamos tiranía; el gobierno de los pocos por los muchos también lo es, solo que de un tipo menos intenso. “Harás lo que queramos, no lo que quieras tú”, es la declaración en ambos casos; y si un centenar se lo hace a noventa y nueve en lugar de noventa y nueve a un centenar, es solo ligeramente menos inmoral. De dos partidos semejantes, el que cumpla esta declaración necesariamente viola la ley de igual libertad; la única diferencia es que en un caso se viola contra noventa y nueve personas y en otro contra cien. Y el mérito de la forma democrática de gobierno consiste únicamente en esto, que atenta contra un número menor.
La propia existencia de mayorías y minorías es indicativa de un estado inmoral. Ya concluimos que el hombre cuyo carácter armoniza con la ley moral es aquel que puede obtener la total felicidad sin disminuir la felicidad de sus semejantes (cap. 3[7]). Pero la promulgación de acuerdos por votación implica una sociedad compuesta por hombres con un carácter diferente; implica que los deseos de algunos no pueden satisfacerse sin sacrificar los deseos de otros; implica que, en la búsqueda de su felicidad, la mayoría inflige una cierta dosis de infelicidad a la minoría; implica, por tanto, inmoralidad orgánica. Así, desde otro punto de vista, volvemos a percibir que incluso en su forma más equitativa, para el gobierno es imposible disociarse del mal; y aún más, que aunque se reconozca el derecho a ignorar al Estado, sus actos deben ser criminales en esencia.

5. Los límites de la tributación

Ciertamente puede deducirse de cuanto admiten las autoridades y de la opinión vigente que un hombre es libre de renunciar a los beneficios y despojarse de las cargas de la ciudadanía. Pese a que probablemente no estén preparados para una doctrina tan extrema como la que aquí se mantiene, los radicales de nuestro día aún profesan, sin ser conscientes de ello, su fe en una máxima que obviamente abarca esta doctrina. ¿Acaso no los escuchamos citar constantemente la afirmación de Blackstone según la cual “ningún súbdito de Inglaterra puede ser forzado a pagar contribución o impuesto alguno incluso para la defensa del reino o mantener al gobierno, salvo aquellos que se le impongan por su propio consentimiento o el de su representante en el parlamento”? ¿Y qué significa esto? Significa, nos dicen, que todo hombre debería contar con un voto. Cierto: pero significa mucho más. Si las palabras tienen algún sentido, es una clara afirmación del mismo derecho que ahora defendemos. Al afirmar que no se puede hacer pagar impuestos a un hombre a menos que haya dado su consentimiento directa o indirectamente, se afirma que puede negarse a pagar impuestos; y negarse a pagar impuestos es cortar todo vínculo con el Estado. Quizá se dirá que dicho consentimiento no es específico, sino general, y que se da por supuesto que el ciudadano dio su conformidad a todo lo que su representante pueda hacer cuando le votó. Pero supongamos que no le votó; y que, por el contrario, hizo todo lo que estuvo en su poder para que saliera elegido alguien que sostenía un punto de vista opuesto… ¿entonces qué? La respuesta probablemente sea que, al tomar parte en tal votación, ha accedido tácitamente a plegarse a la decisión de la mayoría. ¿Y si no votó en absoluto? Entonces no puede quejarse legítimamente de ningún impuesto, dado que no protestó contra su imposición. Así, curiosamente, parece que dio su consentimiento hiciera lo que hiciese: ¡tanto si dijo que sí, como si dijo que no, o si se mantuvo neutral! Una doctrina francamente peculiar, esta. He aquí un desdichado ciudadano a quien se pregunta si desea pagar dinero para cierta prestación que se le ofrece; y tanto si emplea el único medio para expresar su negativa como si no lo hace, nos dicen que en la práctica accede, sencillamente si el número de los demás que acceden es mayor que el de los que discrepan. Y así descubrimos el novedoso principio según el cual el consentimiento de A para una cosa no está determinado por lo que A diga, ¡sino por lo que se le ocurra decir a B!
Los que citan a Blackstone deben decidir entre este absurdo y la doctrina propuesta. O bien su máxima implica el derecho a ignorar al estado, o bien es un puro disparate.

6. Sobre las libertades civil y religiosa

Hay una extraña heterogeneidad en nuestros credos políticos. Los sistemas que tuvieron su momento, y que empiezan a dejar pasar la luz aquí y allá, son parcheados con nociones modernas notablemente discordantes en calidad y color; y los hombres exhiben solemnemente estos sistemas, los visten y se pasean envueltos en ellos, totalmente inconscientes de cuan grotescos resultan. Este estado de transición nuestro, que participa igualmente del pasado y del futuro, produce teorías híbridas que muestran el más peculiar maridaje del despotismo superado y la libertad por venir. Aquí hay modelos de la antigua organización curiosamente camuflados por gérmenes de lo nuevo, peculiaridades que muestran adaptación a un estado precedente modificadas por rudimentos que profetizan algo que vendrá, produciendo una mezcla de relaciones tan caótica que no hay modo de determinar a qué categoría se pueden adscribir estos engendros de la época.
Puesto que las ideas deben necesariamente lucir el sello de su tiempo, no sirve de nada lamentar la satisfacción con que se sostienen estas creencias incongruentes. De otro modo, podría parecer desafortunado que los hombres no sigan hasta el final las cadenas de razonamiento que los han conducido a estas modificaciones parciales. En el caso presente, por ejemplo, la coherencia los forzaría a admitir que, en otros puntos además del que acaban de percatarse, sostienen opiniones y se valen de argumentos que implican el derecho a ignorar al Estado.
Porque, ¿cuál es el significado de la disensión? Hubo un tiempo en que la fe de un hombre y su sistema de culto eran tan regulables por ley como sus actos seculares; y, de acuerdo con lo que estipula nuestro código de leyes, todavía lo son. Gracias a la emergencia de un espíritu protestante, sin embargo, hemos ignorado al Estado en esta cuestión; totalmente en teoría, y parcialmente en la práctica. Pero, ¿cómo lo hemos hecho? Asumiendo una actitud que, si se mantiene con coherencia, implica un derecho a ignorar al Estado por completo. Observad las posiciones de las dos partes. “Este es tu credo”, dice el legislador, “debes creer y profesar claramente lo que aquí se ha dispuesto para ti”. “No haré nada semejante”, responde el inconformista, “prefiero ir a la cárcel”. “Tus ordenanzas religiosas”, prosigue el legislador, “serán las que hemos prescrito. Asistirás a las iglesias que hemos habilitado y adoptarás las ceremonias que en ellas se celebren”. “Nada me empujará a hacerlo”, es la respuesta, “Niego categóricamente vuestro poder para dictar sobre mí en tales asuntos, y me propongo resistir hasta las últimas consecuencias”. “Por último”, añade el legislador, “te exigiremos que pagues tales sumas de dinero para mantener estas instituciones religiosas, según nos parezca adecuado pedir”. “No os daré ni un cuarto de penique”, exclama nuestro tenaz independiente, “incluso aunque creyera en las doctrinas de vuestra iglesia (que no creo), seguiría rebelándome contra vuestra interferencia; y si tomáis mi propiedad, será por la fuerza y con mi protesta”.
¿A qué equivale este proceso si se observa en abstracto? Equivale a una afirmación por parte del individuo del derecho a ejercitar una de sus facultades (el sentimiento religioso) sin permiso o impedimento, y sin ningún límite salvo el que establecen los derechos iguales de otros. ¿Y qué quiere decir ignorar al Estado? Simplemente una afirmación del derecho para ejercitar de forma similar todas las facultades. El uno es simplemente una expansión del otro, descansa sobre la misma base que el otro, prevalecerá o caerá con el otro. En efecto, los hombres hablan de la libertad civil y de la libertad religiosa como si fueran cosas distintas; pero la distinción es francamente arbitraria. Son partes del mismo todo y no se pueden disociar filosóficamente.
“Sí se puede”, interrumpe un objetor, “la afirmación del primero es imperativa al tratarse de un deber religioso. La libertad de venerar a Dios del modo que le parezca adecuado es una libertad sin la cual un hombre no puede cumplir con los que considera mandamientos divinos, y por tanto su conciencia le exige mantenerla”. Cierto, pero, ¿y si se puede afirmar lo mismo de toda otra libertad? ¿Y si el mantenimiento de estas también resulta ser un asunto de conciencia? ¿No hemos visto que la felicidad humana es la voluntad divina, que solo ejercitando nuestras facultades se puede obtener esta felicidad, y que es imposible ejercitarlas sin libertad? (cap. 4[8]) Y si esta libertad de ejercicio de facultades es una condición sin la cual no se puede cumplir la voluntad divina, su preservación es, de acuerdo con la propia afirmación de nuestro objetor, un deber. O, en otras palabras, parece que el mantenimiento de la libertad de acción no solo puede ser un caso de conciencia, sino que también debería serlo. Y así nos queda claro que los derechos a ignorar al Estado en cuestiones religiosas y seculares son idénticos en esencia.
La otra razón que comúnmente se aduce para el inconformismo admite un tratamiento similar. Además de resistirse a los dictados del Estado en abstracto, el disidente se resiste por desaprobar las doctrinas que se enseñan. Ningún mandato legislativo le hará adoptar lo que considera una creencia errónea y, teniendo presente su deber hacia sus semejantes, se niega a contribuir a la difusión de dicha creencia errónea por medio de su monedero. La posición es perfectamente comprensible. Pero es tal que o compromete también con el inconformismo civil a quienes la sostienen, o los deja inmersos en un dilema. Pues, ¿por qué se niegan a participar en la propagación de un error? Porque el error es contrario a la felicidad humana. ¿Y sobre qué fundamento se desaprueba cualquier ley secular? Por la misma razón: porque se considera adversa a la felicidad humana. ¿Cómo puede entonces demostrarse que hay que resistir al Estado en un caso y no en el otro? ¿Puede alguien afirmar deliberadamente que si el gobierno nos pide dinero para ayudar a que se enseñe algo que nos parece nocivo debemos negarnos, pero si el dinero es para hacer algo que nos parece nocivo no debemos negarnos? Y aun así, esa es la esperanzada proposición que han de mantener quienes reconocen el derecho a ignorar al Estado en asuntos religiosos pero lo niegan en asuntos civiles.

7. El progreso lastrado por las carencias de la moral social

El fundamento de este capítulo nos recuerda una vez más la incongruencia entre una ley perfecta y un Estado imperfecto. La aplicabilidad del principio aquí expuesto varía en directa relación con la moral social. En una comunidad totalmente viciosa, su admisión conduciría a la anarquía. En una comunidad completamente virtuosa, su admisión sería tan inocua como inevitable. El progreso hacia una condición de salud social, esto es, una condición en la que los remedios de la legislación ya no sean necesarios, es progreso hacia una condición en la que tales remedios serán dejados a un lado y se ignorará a la autoridad que los prescribe. Los dos cambios han de coordinarse necesariamente. Ese sentido moral cuya supremacía hará armoniosa la sociedad e innecesario el gobierno es el mismo sentido moral que llevará a cada hombre a afirmar su libertad incluso hasta el extremo de ignorar al Estado; es el mismo sentido moral que, al evitar que la mayoría coaccione a la minoría, finalmente hará imposible el gobierno. Y dado que, al ser meramente distintas manifestaciones del mismo sentimiento, deben mantener una constante relación la una con la otra, la tendencia a repudiar los gobiernos aumentará al mismo ritmo en que los gobiernos se vayan haciendo innecesarios. Que nadie se alarme, pues, por la promulgación de la doctrina precedente. Todavía deben tener lugar muchos cambios antes de que pueda comenzar a ejercer excesiva influencia. Probablemente transcurrirá largo tiempo antes de que el derecho a ignorar al Estado sea generalmente admitido, incluso en teoría. Aún tendrá que transcurrir más tiempo antes de que sea reconocido en la legislación. E incluso entonces habrá numerosos frenos contra su ejercicio prematuro. Una experiencia dura instruirá suficientemente a quienes puedan abandonar demasiado pronto la protección legal. Al mismo tiempo, en la mayoría de hombres hay tal amor por las formas de organización probadas, y tan gran temor hacia los experimentos, que probablemente no lleven a la práctica este derecho hasta mucho después de que sea seguro hacerlo.

8. La próxima descomposición del Estado[9]

Es un error suponer que el gobierno debe ser necesariamente eterno. Es una institución que distingue una determinada etapa de la civilización, que resulta natural en una fase particular del desarrollo humano. No es esencial, sino incidental. Igual que en los bosquimanos encontramos un estado anterior al gobierno, podrá haber otro en el que éste se habrá extinguido. Ya ha perdido parte de su importancia. Hubo un tiempo en que la historia de un pueblo no era sino la historia de su gobierno. Ya no es así. El despotismo, en un tiempo universal, no era sino una manifestación de la necesidad extrema de restricciones. El feudalismo, la servidumbre, la esclavitud, todas las instituciones tiránicas, son simplemente las modalidades más vigorosas de gobierno, y brotan de un estado negativo del hombre, para el que son necesarias. El progreso a partir de ellas es el mismo en todos casos: menos gobierno. Esto es lo que significan las formas constitucionales. Esto es lo que significa la libertad política. Esto es lo que significa la democracia. Las agrupaciones, asociaciones y sociedades anónimas son nuevas agencias que ocupan grandes campos que en tiempos y países menos avanzados ha ocupado el Estado. Entre nosotros, el cuerpo legislativo queda empequeñecido por nuevos y mayores poderes; ya no es amo, sino esclavo. Se ha llegado a reconocer la “presión desde el exterior” como gobernante definitiva. El triunfo de la Liga Contra las Leyes del Grano[10] es sencillamente el caso más visible hasta ahora de cómo nuevo estilo de gobierno, el de la opinión, supera al viejo, el de la fuerza. Es probable que afirmar que el legislador está al servicio del pensador se convierta en algo trillado. Cada día se tiene en menos estima la labor del estadista. Incluso el Times alcanza a ver que “los cambios sociales que menudean a nuestro alrededor establecen una realidad francamente humillante para los cuerpos legislativos” y que “las grandes etapas de nuestro progreso están más determinadas por los mecanismos espontáneos de la sociedad, vinculados con el progreso del arte y la ciencia, el funcionamiento de la naturaleza y otras instancias igualmente ajenas a lo político, que por la proposición de un proyecto de ley, su aprobación o cualquier otro acontecimiento de la política o el Estado”[11]. Así, a medida que avanza la civilización, se descompone el gobierno. Para el mal, es imprescindible; para el bien, no. Es el freno que la maldad nacional se pone a sí misma, y existe únicamente en el mismo grado. Su continuidad es prueba de que aún existe la barbarie. La ley representa para el hombre egoísta lo que la jaula para la fiera salvaje. Las restricciones son para el salvaje, el voraz, el violento; no para el justo, el gentil, el benévolo. Toda necesidad de fuerza exterior implica un estado patológico. Mazmorras para el delincuente; una camisa de fuerza para el demente; muletas para el lisiado; corsés para la espalda encorvada; para los de voluntad débil, un amo; para los insensatos, un guía; pero para las mentes sanas en cuerpos sanos, nada de lo anterior. Si no hubiese ladrones ni asesinos, las cárceles serían innecesarias. Solo porque la tiranía aún abunda en el mundo seguimos teniendo ejércitos. Abogados, jueces, jurados, todos los instrumentos de la ley, existen sencillamente porque existe el delito. La fuerza autoritaria es la consecuencia del vicio social, y el policía no es sino el complemento del criminal. Por esto llamamos al gobierno “un mal necesario”.
¿Qué debe pensarse entonces de una moral que toma como cimiento esta institución provisional, levanta un enorme edificio de conclusiones sobre su supuesta permanencia, elige como materiales las leyes del parlamento y contrata al estadista como arquitecto? Así lo hace el utilitarismo[12]. Entra en sociedad con el gobierno, le adjudica el control absoluto de sus asuntos, urge a todos a someterse a su juicio y lo convierte, en suma, en el principio vital, el alma misma de su sistema. Cuando Paley[13] afirma que “el interés de toda la sociedad es vinculante para cada una de sus partes”, da por supuesta la existencia de algún poder supremo por el cual se determina “el interés de toda la sociedad”. Y en otro lugar nos dice más explícitamente que el interés del sujeto debe ceder para alcanzar una ventaja nacional y que “la determinación de esta ventaja depende del legislador”. Bentham es aún más concluyente cuando afirma que “la felicidad de los individuos que integran una comunidad (esto es, sus placeres y su seguridad), es el único fin que el legislador debería fijarse, la única regla en conformidad con la cual todo individuo, en la medida en que dependa del legislador, debería ajustar su comportamiento”. Estas posiciones, recuérdese, no se asumen voluntariamente; son consecuencia de las premisas. Si, como quien lo propone nos dice, “conveniencia” significa el beneficio de la masa, no el del individuo (del futuro tanto como del presente), da por supuesto la existencia que alguien que delibera qué servirá mejor para tal beneficio. Los puntos de vista sobre la “utilidad” de esta o aquella medida son tan diversos que se hace imprescindible un árbitro. Ya sea si los aranceles, las religiones establecidas, la pena capital o las leyes de pobres contribuyen o no al “bien general”, hay tal diversidad de opiniones que, si no se pudiera hacer nada hasta que todos estuvieran de acuerdo, habríamos esperar hasta el fin de los tiempos. Si cada hombre pusiera en práctica, de forma independiente, sus propias ideas sobre lo que puede garantizar más eficazmente “la mayor felicidad del mayor número”, la sociedad se hundiría rápidamente en el caos. Es evidente, por tanto, que una moral fundada sobre una máxima cuya interpretación práctica es discutible implica la existencia de alguna autoridad cuyas decisiones sobre la misma han de ser inapelables; es decir, un legislador. Y sin dicha autoridad, tal moral no puede funcionar.
Véase aquí, pues, el dilema: un sistema de filosofía moral pretende ser un código de reglas correctas para regular la conducta de los seres humanos, ajustado para regir tanto a los mejores como a los peores miembros de la especie, aplicable, si es correcto, para guiar a la humanidad en su mayor grado concebible de perfección. El gobierno, sin embargo, es una institución cuyo origen se encuentra en la imperfección del hombre; una institución explícitamente engendrada a partir del mal, por necesidad; una de la que se podría prescindir si el mundo estuviera poblado por gentes desinteresadas, concienzudas, filántropas; una, en suma, que no es congruente con ese mismo “mayor grado concebible de perfección”. ¿Cómo, entonces, puede ser correcto un sistema de moral que adopta al gobierno como una de sus premisas?

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