31 julio, 2012

La tarea que espera a los libertarios

Autor:
[Artículo número 1 de la lista de lectura de 30 días de Robert Wenzel que te ayudará a convertirte en un conocedor libertario]

Introducción

De cuando en cuando en los últimos treinta años después de que he escrito o dado charlas acerca de alguna nueva restricción de la libertad humana en el campo económico o algún nuevo ataque a la empresa privada, me han preguntado personalmente o por medio de cartas «¿Qué puedo hacer YO?» para combatir la moda inflacionista o socialista? Otros escritores o conferenciantes, me parece, han recibido la misma pregunta.
La respuesta casi nunca es sencilla, pues depende de las circunstancias y habilidad del que pregunta —que puede ser un hombre de negocios, un ama de casa, un estudiante, informado o no, inteligente o no, que se expresa bien o no. Y la respuesta puede variar de acuerdo con las circunstancias que se presumen.
Una respuesta general es más fácil que una respuesta particular. Así que quiero escribir aquí acerca de la tarea que nos espera a los libertarios considerados colectivamente.

La tarea se ha vuelto tremenda, y parece que es más grande cada día. Unas pocas naciones que ya fueron completamente comunistas, como la Unión Soviética y sus satélites, como resultado de la triste experiencia, intentan apartarse un poco de la centralización completa, y experimentar con una o dos técnicas semi—capitalistas. Pero la tendencia mundial que prevalece en más de cien de las aproximadamente ciento once naciones y mini—naciones que son ahora miembros del FMI, es en la dirección de un creciente colectivismo y controles.
La tarea de combatir esta deriva colectivista parece un caso perdido para la pequeña minoría. La guerra debe librarse en cientos de frentes y los verdaderos libertarios están en franca minoría en todos ellos. En cientos de campos los partidarios del estado del bienestar, los estatistas, socialistas e intervencionistas continuamente llevan a más restricciones a la libertad individual y los libertarios deben combatirlos. Pero pocos de nosotros individualmente tenemos tiempo, la energía y los conocimientos especiales en algo más que un puñado de temas para ser capaces de hacer esto.
Uno de nuestros problemas más graves es que nos encontramos frente a ejércitos de burócratas que ya nos controlan y que tienen un gran interés en mantener y expandir los controles para cuyo refuerzo han sido contratados.

Burocracia creciente

El gobierno federal abarca ahora unas 2.500 agencias, comisiones, departamentos y divisiones distintas. Los empleados civiles federales a tiempo completo se estimaban en 2.693.508 en el 30 de Junio de 1970.
Y sabemos que, para dar unos pocos ejemplos específicos, de estos burócratas unos 16.800 administran los programas del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano; 106.700 el programa del Departamento de Salud, Educación y Bienestar, que incluye la Seguridad Social, y 152.300 los programas de la Administración de Veteranos.
Si miramos a la tasa a la que han crecido parte de estas burocracias, nos referiremos otra vez al Depto. de Agricultura. En 1929, antes de que el gobierno de los EE.UU. empezara los controles de cosechas y las ayudas a los precios a una escala extensiva, había 24.000 empleados en el Departamento. Actualmente, contando con trabajadores a tiempo parcial, hay 120.000, cinco veces más, todos ellos con un interés económico vital —es decir, sus propios empleos— en probar que los controles para cuya formulación y realización fueron contratados, deberían continuar y expandirse.
«La guerra debe librarse en varios frentes y los verdaderos libertarios están en franca minoría en todos ellos.»
¿Qué oportunidades tendrá un emprendedor privado, un ocasional profesor de economía desinteresado, un columnista o periodista editorial para argumentar contra las políticas y acciones de este ejército de 120.000 soldados aunque tenga tiempo de aprender los hechos detallados de un asunto particular? Sus críticas o serán ignoradas o se ahogarán en los bien organizados argumentos contrarios.
Este es un ejemplo entre mil. Algunos de nosotros sospechamos que existe mucho gasto loco o injustificado en el programa de la seguridad social de los EE.UU. o que las deudas en que el programa ya ha incurrido (una autoridad las estima en una cantidad que excede el trillón de dólares) pueden resultar impagos sin una grave inflación monetaria. Un puñado de nosotros podría sospechar que el mismo principio del seguro obligatorio de avanzada edad y supervivientes del gobierno está sujeto a cuestionamiento. Pero existen unos cien mil empleados a tiempo completo en el Depto. de Salud, Educación y Bienestar que desdeñarían estos temores como locuras, e insistirían en que no estamos haciendo todavía lo suficiente a favor de nuestros ciudadanos de la tercera edad, los enfermos, nuestros huérfanos y viudas.
Y todavía existen los millones de quienes se encuentran en el extremo receptor de estos pagos que los consideran como un derecho adquirido, que encontrarían inadecuado el argumento o que se sentirían ultrajados por la más ligera sugestión de examen crítico del asunto. La presión política por una constante extensión e incremento de estos beneficios es casi irresistible.
Y aunque no existieran ejércitos de economistas, estadísticos y administradores del gobierno que respondieran, el crítico solitario y desinteresado que espera que su crítica sea escuchada y respetada por personas desinteresadas y racionales, se encuentra obligado a continuar con apabullantes montañas de detalles.

Demasiados casos particulares

La Comisión Nacional de Relaciones Laborales, por ejemplo, toma cada año cientos de decisiones acerca de prácticas laborales “injustas”. En el año fiscal de 1967 examinó 803 casos “de acuerdo con la ley y los hechos”. La mayoría de estas decisiones están fuertemente inclinadas a favor de los sindicatos; muchas de ellas pervierten la intención del Acta de Taft—Hartley que supuestamente deben hacer cumplir; y en algunos casos, la comisión se arroga poderes que van mucho más allá de lo que está garantizado por el Acta. Los textos de muchas de tales decisiones son muy extensos en su exposición de los hechos y en las conclusiones e la comisión. ¿Cómo va el economista individual o el editorialista a abrirse paso y comentar de una manera informada e inteligente en aquellos casos que comportan un importante principio o un interés público?
O bien miremos a agencias importantes tales como la Comisión Federal de Comercio; la Comisión de Seguros y Cambio; la Administración de Alimentación y Drogas; la Comisión Federal de Comunicaciones. Estas agencias a menudo combinan las funciones de legisladores, fiscales, jueces, jurados y administradores.
Y así, ¿cómo puede el economista individual, el estudiante de gobernanza, el periodista o cualquiera interesado en defender o preservar la libertad, esperar mantenerse a flote en este Niágara de decisiones, regulaciones y leyes administrativas? Puede considerarse afortunado de dominar al cabo de muchos meses los hechos que conciernen a una sola de estas decisiones.
Los ejércitos de burócratas tienen un interés personal en guardar y expandir los controles para cuya puesta en marcha fueron contratados.
El profesor Sylvester Petro de la Universidad de Nueva York ha escrito todo un libro dedicado a la huelga de Kohler y otro sobre la huelga de Kingsport y todas las lecciones públicas que puede aprenderse de ellas. El profesor Martin Anderson se ha especializado en las extravagancias de los programas de renovación urbana. Pero ¿cuantos de los que nos llamamos libertarios desean o tienen el tempo de llevar a cabo este trabajo de investigación especializado y microscópico, pero indispensable?
En Julio de 1967 la Comisión federal de Comunicaciones pasó una extremadamente peligrosa decisión ordenando que la American Telephone y la Telegraph Company bajaran sus tasas interestatales —que ya eran casi un 20% más bajas que en 1940, aunque el nivel general de precios desde entonces ha subido un 163%. A fin de escribir un simple editorial o columna acerca de esto —y para confiar en que había comprendido bien los hechos— un periodista concienzudo tuvo que estudiar, entre otros materiales, el texto de la decisión. Esta consistía en 114 páginas de texto a un solo espacio escrito a máquina.

… Y planes de reforma

Los libertarios tenemos el trabajo cortado a medida.
A fin de indicar mejor las dimensiones de dicho trabajo, no es solamente a la burocracia organizada lo que los libertarios tienen que responder, sino también a los “zelotes” individuales. No pasa un día sin que algún ardiente reformador o grupo de reformadores sugiera alguna nueva intervención del gobierno, algún nuevo plan del estado que colme alguna supuesta “necesidad” o socorra algún supuesto problema. Estos acompañan sus programas con elaboradas estadísticas que al parecer prueban la necesidad o el problema que quieren que solucionen los que pagan impuestos. Así que resulta que los acreditados expertos en ayuda, seguros de desempleo, Seguridad Social, Medicare, subvenciones a la vivienda, ayuda al exterior y cosas así son precisamente la gente que pide más ayuda, seguros de desempleo, Seguridad Social, Medicare, subvenciones a la vivienda, ayuda exterior y todo lo demás.
Veamos algunas de las lecciones que podemos extraer de esto.

Especialistas de la defensa

Los libertarios no podemos conformarnos solamente con repetir generalidades piadosas acerca de la libertad, el libre comercio y el gobierno limitado. Afirmar y repetir estos principios generales es absolutamente necesario, desde luego, ya sea como prólogo o como conclusión. Pero si esperamos ser efectivos como individuos o colectivo, debemos dominar individualmente una gran cantidad de conocimiento detallado y hacernos especialistas en una o dos líneas de trabajo, de forma que podamos mostrar como nuestros principios libertarios se aplican en campos específicos, de manera que podamos discutir convincentemente a los que proponen planes estatales para vivienda pública, subsidios agrícolas, incremento en la ayuda, más beneficios de la seguridad social, mayor “Medicare”, sueldos garantizados, mayor gasto público, mayores impuestos —sobre todo los impuestos progresivos— mayores tarifas o cuotas de importación, restricciones o multas contra el comercio exterior y el viaje al extranjero, controles de precios, controles de renta, controles de la tasa de interés, leyes denominadas “de protección al consumidor” y estrechas regulaciones y restricciones a los negocios en todos lados.
Esto significa, entre otras cosas, que los libertarios debemos formar y mantener organizaciones que no solo promuevan los principios básicos —como hacen por ejemplo la Foundation for Economic Education en Irvington-on-Hudson, Nueva York, el American Institute for Economic Research de Great Barrington, Massachusetts, y el American Economic Foundation de la ciudad de Nueva York— sino promover los principios en campos específicos. Pienso, por ejemplo, en organizaciones tan excelentes que ya existen como el Comité de Citizens Foreign Aid, el Comité Nacional de Economistas sobre Política Monetaria, la Tax Foundation y así.
«No es solamente a la burocracia organizada a lo que el libertario tiene que responder, sino también a los “zelotes” individuales.»
No hay que temer que muchas de estas organizaciones privadas se formen. El peligro real es justamente lo opuesto: las organizaciones privadas liberales en los Estados Unidos se encuentran en inferioridad numérica quizá del uno al diez por las organizaciones comunistas, socialistas, estatistas y otras de la izquierda, que han mostrado ser demasiado efectivas.
Me apena decir que casi ninguna de las asociaciones de negocios establecidas de antiguo, con las que estoy familiarizado, es tan efectiva como solían serlo antes. No es ya que han sido timoratas o permanecido en silencio cuando deberían haber hablado claro, sino que a veces se han comprometido imprudentemente. Recientemente, por miedo a ser llamadas “ultraconservadoras” o “reaccionarias”, han apoyado medidas dañinas para los propios intereses para cuya protección se formaron. Algunas, por ejemplo, salieron a favor del incremento de impuestos sobre las corporaciones que llevó a cabo la administración de Johnson en 1968, ya que tenían miedo de decir que dicha Administración más bien debería haber cortado de un tajo su despilfarrador gasto en asistencia social.
El triste hecho es que hoy la mayoría de las direcciones de grandes negocios de Estados Unidos se han quedado tan confundidas o intimidadas que además de darle argumentos al enemigo, fracasan en defenderse adecuadamente cuando son atacadas. La industria farmacéutica, sujeta desde 1962 a una ley discriminatoria que aplica principios legales cuestionables y peligrosos que el gobierno no se ha atrevido a aplicar en otros campos, ha sido demasiado tímida al recurrir su caso de una manera efectiva. Los fabricantes de automóviles, atacados por un simple “zelote” por producir coches “no seguros a cualquier velocidad” manejaron el asunto con una increíble combinación de negligencia e ineptitud que acarreó sobre sus cabezas una legislación no son dañina para su industria, sino para los propios conductores.

La timidez del hombre de negocios

Es imposible predecir hoy donde golpeará otra vez el sentimiento anti—emprendedor de Washington unido a los que rabian por más control gubernamental. En 1967 el Congreso se permitió el caer en estampida en una dudosa extensión del poder federal sobre las ventas de carne entre los estados. En 1968 sacó una ley de transparencia en el préstamo que forzaba a los prestatarios a calcular y establecer los intereses de la manera en que los burócratas federales quieren que se calcule y se establezca. Cuando en enero de 1968 el Presidente Johnson anunció repentinamente que iba a prohibir que las empresas Norteamericanas hicieran más inversiones directas en Europa y que iba a restringirlas en otros sitios, la mayoría de los periódicos y los hombres de negocios en vez de lanzar una riada de protestas contra estas invasiones sin precedentes de nuestra libertad, deploraron el que fueran “necesarias” y dijeron que esperaban fuesen “temporales”.
La existencia de esta timidez en los negocios, que permite que pasen estas cosas, es la evidencia de que los controles del gobierno y del poder ya son excesivos. ¿Por qué las direcciones de los grandes negocios en Norteamérica son tan timoratas? Es una larga historia, pero sugiero unas pocas razones:
  1. Puede que estén dependiendo mucho o por completo en los contratos de guerra del gobierno
  2. Nunca saben cuándo o sobre qué argumentos se les podrá declarar culpables de violar las leyes anti—trust
  3. Nunca saben cuándo o sobre qué argumentos el Comité Nacional de Relaciones Laborales les declarará culpables de prácticas laborales injustas.
  4. Nunca saben cuándo van a ser hostilmente examinadas sus devoluciones de impuestos personales y ciertamente no tienen confianza en que tal examen —y lo que encuentren— será del todo independiente de si son personalmente amigos o enemigos de la Administración que se encuentre en el poder.
Hay que señalar que las acciones o leyes del gobierno que los hombres de negocios temen son leyes y acciones que dejan un gran margen al arbitrio de la administración. Las leyes administrativas discrecionales deberían reducirse al mínimo, pues alimentan la corrupción y el soborno y son siempre potencialmente leyes para la extorsión.

La acusación de Schumpeter

«Las leyes administrativas discrecionales deberían reducirse al mínimo, pues alimentan la corrupción y el soborno.»
Para su vergüenza, los libertarios están aprendiendo que no se puede confiar en que los hombres de negocios sean sus aliados en la batalla contra las usurpaciones del gobierno. Hay muchas razones. Algunas veces los hombres de negocios defenderán las tarifas, las cuotas de importación, los subsidios, las restricciones a la competencia, porque creen —con razón o sin ella— que estas intervenciones del gobierno son a favor de su interés personal o el de sus compañías y no les preocupa si se hacen a expensas del público en general. A menudo, creo, los hombres de negocios defienden estas intervenciones porque están honestamente confundidos, no se dan cuenta de cuales serán las consecuencias reales de las medidas particulares que defienden o les falta percibir los efectos debilitantes y acumulativos de las crecientes restricciones de la libertad humana.
Tal vez, lo más habitual es que los hombres de negocios de hoy se muestran conformes con nuevos controles gubernamentales simplemente por pura timidez.
Hace una generación, en su pesimista libro Capitalism, Socialism, and Democracy (1942), el difunto Joseph A. Schumpeter sostenía la tesis de que «en el sistema capitalista existe una tendencia hacia la autodestrucción». Y citaba como evidencia de esto la cobardía de los grandes hombres de negocios cuando se enfrentan a un ataque directo:
«Dialogan y pleitean —o alquilan gente que lo haga por ellos; intentan agarrar cualquier oportunidad de compromiso; están siempre listos para abandonar; nunca mueven un dedo bajo la bandera de sus propios intereses e ideales. En este país no hubo resistencia auténtica contra la imposición de abrumadoras cargas financieras durante la pasada década o contra la legislación laboral incompatible con la gestión eficiente de la industria.»
Lo mismo pasa con los formidables problemas a los que se enfrentan los libertarios comprometidos. Encuentran extremadamente difícil defender a empresas particulares o a industrial del acoso o la persecución cuando estas industrias no se defienden a si mismas adecuada o competentemente.
A pesar de todo, la división del trabajo es posible y deseable en defensa de la libertad, como lo es en otros aspectos. Y muchos, que ni tienen el tiempo ni el conocimiento especializado de analizar industrias particulares o exclusivos y complejos problemas, pueden a pesar de todo ser efectivos en la causa libertaria machacando incesantemente en algún simple principio o argumento hasta que esté claro.

Algunos principios básicos

¿Hay algún principio básico o argumento en el que los libertarios podrían concentrarse de manera efectiva? Veamos, porque quizá podemos encontrar no uno, sino varios.
Una verdad simple que puede reiterarse sin fin y aplicada en el noventa y nueve por ciento de los casos de las propuestas estatalistas que se plantean o que se promueven con tanta profusión es que el gobierno no da a nadie nada que no haya sido antes quitado a otro. En otras palabras: todos sus planes de subvenciones y ayuda son simplemente maneras de desnudar a un santo para vestir a otro.
Así, puede señalarse que el moderno estado del bienestar es solamente un complicado arreglo por el cual nadie paga por la educación de sus propios hijos, sino que todo el mundo paga por la educación de los hijos de todos los demás; por el cual nadie paga sus propios gastos médicos, sino que todos pagan los de todos los demás; por el cual nadie previene un seguro para cuando sea viejo, sino que todos pagan los seguros de los demás, y así. Como ya se ha señalado antes, hace más de un siglo Bastiat expuso el carácter ilusorio de todo este sistema de bienestar en su aforismo «El Estado es la gran ficción por la cual todo el mundo intenta vivir expensas de todos los demás».
«El gobierno no da a nadie nada que no haya sido antes arrebatado a otro. En otras palabras: todos sus planes de subvenciones y ayudas son simplemente maneras de desnudar a un santo para vestir a otro».
Otra forma de mostrar lo que está mal con todos los planes estatales de limosna es señalar que no se puede sacar de donde no hay. O, como los programas de regalo del gobierno deben ser pagados por medio de impuestos, con cada nuevo esquema propuesto el libertario puede preguntar “¿A cambio de qué?”. Así, si se propone gastar otro billón de dólares en colocar más hombres en la luna o desarrollar un nuevo avión comercial supersónico, se puede señalar que este billón, a través de los impuestos, no podrá cubrir un millón de las necesidades o deseos de los millones de pagadores de impuestos a los cuales se ha de saquear.
Desde luego, algunos campeones del sempiterno gran poder y gasto gubernamental saben esto muy bien, como por ejemplo el profesor J.K. Galbraith, que inventa la teoría de que el que paga impuestos, si se le deja solo, gasta alocadamente el dinero que ha ganado en toda clase de trivialidades y basura y que solamente los burócratas, quitándoselo primero, saben como gastarlo inteligentemente.

Conocer las consecuencias

Otro principio muy importante al que los libertarios pueden apelar continuamente es pedir a los estatalistas que consideren las consecuencias secundarias y a largo plazo de sus propuestas tanto como lo hacen con las puras consecuencias inmediatas que pretenden. Los estatalistas a veces admitirán abiertamente que, por ejemplo, no pueden dar nada a nadie si no se lo han quitado a algún otro antes. Admitirán que deben desnudar a un santo para vestir a otro. Pero su argumento es que solamente se lo están quitando al santo rico para vestir al santo pobre. Como dijo el Presidente Johnson con toda franqueza en un discurso el 15 de enero de 1964 «Vamos a intentar coger todo el dinero que creemos que se gastará innecesariamente por los que tienen y dárselo a los que no tienen, que tanto lo necesitan».
Quienes tienen el hábito de considerar las consecuencias a largo plazo reconocerán que todos estos programas para compartir la riqueza y garantizar ingresos reducen los incentivos a ambos lados de la escala económica. Deben reducir los incentivos para los que son capaces de alcanzar un ingreso alto pero que luego se encuentran con que se lo quitan, y aquellos que son capaces de ganar por lo menos un ingreso moderado, pero que se encuentran con las necesidades vitales provistas sin trabajar.
«Admitirán que deben desnudar a un santo para vestir a otro. Pero su argumento es que solamente se lo están quitando al santo rico para vestir al santo pobre».
Esta vital consideración de los incentivos es sistemáticamente pasada por alto en las propuestas de los agitadores que piden más y mayores planes de ayuda del gobierno. Deberíamos estar preocupados por las demandas de los pobres y desafortunados. Pero la terrible pregunta en dos partes que debe contestar cualquier plan para aliviar la pobreza es ¿Cómo podemos mitigar las penalidades del fracaso y la desgracia SIN minar los incentivos al esfuerzo y al éxito?
Muchos de nuestros quizá reformadores y humanitarios simplemente ignoran la segunda parte del planteamiento. Y cuando los que defendemos la libertad de empresa nos vemos obligados a rechazar uno tras otro de estos engañosos planes “antipobreza” con el argumento de que destruirá dichos incentivos y que a la larga producirá más daño que bien, somos acusados de ser obstruccionistas y “negativos” por los demagogos y los que no se detienen a pensar. Pero el libertario debe tener fuerza para no dejarse amedrentar por esto.
Finalmente, el libertario que quiera machacar en unos cuantos principios generales puede apelar repetidamente a las enormes ventajas de la libertad comparadas con la coerción. Tendrá la influencia y podrá llevar a cabo su trabajo, también, si ha alcanzado estos principios a través de una reflexión y estudio cuidadoso. «El pueblo común de Inglaterra —escribió Adam Smith— es muy celoso de su libertad, pero como el pueblo común de la mayoría de otros países, nunca ha entendido completamente en qué consiste eso». Llegar a la idea y definición adecuada de libertad es difícil, no fácil.[1]

Aspectos legales y políticos

Hasta aquí he escrito como si el estudio de los libertarios, su pensamiento y argumentación debiera confinarse solamente al campo de la economía. Pero, desde luego, la libertad no se puede agrandar o conservar a menos que su necesidad se entienda en otros muchos campos y sobre todo en política y en la ley.
Tenemos que preguntarnos, por ejemplo, si la libertad, el progreso económico y la estabilidad política se pueden conservar si se sigue permitiendo que las personas que se mantienen principal o solamente de la ayuda del gobierno y los que viven a expensas de los que pagan impuestos sigan ejerciendo esta exclusiva. Los grandes liberales del siglo XIX y principios del XX, incluyendo a John Stuart Mill y a A.V. Dicey expresaron los más serios recelos en cuanto a esto.

Una moneda correcta y el fin de la inflación

Esto me lleva, finalmente, al más simple asunto en el cual todos los libertarios a los que falta tiempo y formación para el estudio especializado pueden concentrarse efectivamente. Esto es: pedir al gobierno que mantenga una moneda correcta y que detenga la inflación.
Este asunto tiene la ventaja propia de que puede decirse alto y claro, porque fundamentalmente ES alto y claro. La inflación siempre la hace el gobierno. Toda inflación es el resultado de un incremento de la cantidad de moneda y de crédito. Y la cura es simplemente detener el incremento.
Si los libertarios pierden en el asunto de la inflación, corren el peligro de perder en todos los otros asuntos. Si los libertarios ganaran el asunto de la inflación, podrían acercar a vencer en todo lo demás. Si pudieran vencer parando el incremento de cantidad de moneda, sería porque podrían detener los déficits crónicos que fuerzan dicho incremento. Si pudieran detener estos déficits, sería porque han detenido el veloz incremento del gasto en bienestar y todos los proyectos colectivistas que dependen del gasto en bienestar. Si pudieran detener el constante crecimiento del gasto, podrían parar el constante incremento del poder del gobierno.
La devaluación de la libra inglesa, primero en 1949 y luego en 1967, puede tener como efecto desplazado el ayudar a la causa libertaria. Pone al descubierto la bancarrota del estado del bienestar. Pone al descubierto la fragilidad y completa no dependencia del papel—oro en el sistema monetario internacional bajo el cual el mundo ha estado operando desde 1944. Apenas hay alguna de las más de cien monedas del FMI, con excepción del dólar, que no hayan sido devaluadas al menos una vez desde que el Fondo está operando. No hay una sola unidad monetaria —y no existen excepciones — que no compre menos hoy que cuando se creó el Fondo.
Mientras escribo esto, el dólar, que como cualquier otra moneda está ligado al sisema actual, se encuentra en grave peligro. Si se ha de preservar la libertad, el mundo debería volver a un sistema completo de estándar oro en el que cada moneda principal de un país se pueda convertir en oro cuando se necesite, por cualquiera que lo necesite, sin discriminación. Me doy cuenta de que pueden señalarse algunos defectos técnicos en el estándar oro, pero tiene una virtud que sobrepasa a todos ellos: no está, como el papel moneda, sujeto a los caprichos de los políticos; no se puede imprimir ni manipular de otra forma por los políticos; libera al poseedor individual de esa forma de expropiación o estafa por parte de los políticos; es una salvaguarda esencial no solo de la conservación de la moneda en sí, sino de la libertad humana. Todo libertario debería apoyarlo.
Diré una última palabra. En cualquier campo en el que se especialice, en cualquier principio o asunto que decida defender, el libertario debe afirmarse. No puede permitirse el no decir o no hacer nada. Solo tengo que recordarle la elocuente llamada al combate que hay en la página final del gran libro de Mises escrito hace treinta y cinco años, Socialism:
«Cada uno lleva a una parte de la sociedad en sus hombros; nadie es aliviado de esta responsabilidad por otros. Y nadie puede escaparse por sí solo si la sociedad se arrastra hacia la destrucción. Así que cada cual, por su propio interés, debe esforzarse en la batalla intelectual. Nadie puede permanecer al margen sin darse por aludido: el interés de todos depende del resultado. Aunque no lo escoja, cada hombre es arrastrado a una gran confrontación histórica, la batalla decisiva en la que nuestra época nos ha arrojado».

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